El futuro presidente ha demostrado ser un político poco adepto a las apariciones y pronunciamientos. ¿Qué debe y qué no debe la ciudadanía esperar de un mandatario de ese perfil? 

ANÁLISIS. Es poco probable que un presidente sufra, en materia de comunicación y estilo, un cambio abrupto. Por regla general, a lo largo de su periodo de gobierno demuestra ser el mismo que fue en la campaña o en cargos previos. Rafael Correa ya exhibía como ministro y como candidato la misma locuacidad y el frenético ímpetu comunicacional que demostró como presidente; Lenín Moreno ya tenía como vicepresidente y activista la prosa simplona y el particular sentido del humor que lo caracterizaría durante su gobierno; Guillermo Lasso, como candidato, exhibía la extroversión fingida y el gusto por las fórmulas trilladas que evidenciaría en su mandato. A su vez, Daniel Noboa, como asambleísta y como candidato, ha mostrado hasta el cansancio que es un político silencioso y discreto, que evita las declaraciones públicas y las entrevistas. ¿Es posible gobernar así? 

Otra visión de la comunicación política

Daniel Noboa es parte de una generación que ve a la política de una forma diametralmente opuesta. En el esquema tradicional anterior, heredado de las pugnas políticas de fines del siglo XIX  e inicios del XX, se veía al partido como el órgano fundamental de la política, el mediador entre el ciudadano y el poder.

Se suponía que el partido mantenía una relación bidireccional con el ciudadano, en el que por un lado representaba sus anhelos, pero por el otro contribuía a su formación política. Al mismo tiempo, el partido se aproximaba al poder con una propuesta articulada y consistente, cuyo grado de aplicación variaba según las negociaciones y acuerdos con otros partidos.

Adicionalmente, los medios de comunicación y los líderes de opinión eran los encargados de escuchar a los partidos y sus representantes, y de llevar su mensaje a diferentes audiencias. Así, la gobernabilidad se construía no solo por medio de negociaciones entre partidos, sino también gracias al puente con la ciudadanía que militaba en el partido y a través de una comunicación efectiva con los medios que permitiera llegar a la opinión pública.  

La nueva escuela de la política, establecida a partir de los cambios culturales, demográficos y tecnológicos, prescinde de todas estas instituciones mediadoras o formadoras. Cree que el ciudadano tiene sus intereses claramente establecidos —que no necesita que ningún partido ni medio le ayude a entender nada— y que la moderna tecnología de comunicación permite que políticos y ciudadanos mantengan una comunicación directa. Ya no se escucha a los partidos, sino a las mediciones de opinión.

Ya no se llevan a cabo ruedas de prensa, sino apariciones en redes sociales. Ya no se conceden entrevistas a periodistas profesionales, sino que se privilegia la relación con ‘influencers’ y celebridades, y los pronunciamientos que puedan venir de estos. Se asume que la política interesa apenas a una minoría y que, en tanto la popularidad de un presidente depende de la mayoría, no es necesario estar tan presente ni dar tantas explicaciones.

Lo que importa no es la ideología, el proyecto o el partido, sino la popularidad, y para eso basta con comunicar lo justo. A eso, se le suman las estrategias de manipulación de opinión pública por medio de redes sociales —cada vez más científicas y más refinadas—, ampliamente estudiadas por los regímenes autoritarios modernos, pero cuyo empleo sigue popularizándose en las democracias.  

¿Apto para el modelo?

Esa forma de gobernar no implica tornarse invisible, sino dirigirse a otros medios y audiencias. La habilidad comunicativa sigue siendo necesaria. Nuevos líderes de la región, como el salvadoreño Nayib Bukele o el argentino Javier Milei, son sumamente hábiles al momento de expresarse ante la audiencias de redes sociales y su capacidad se debe en gran parte a un talento comunicativo innato, no a la simple producción audiovisual. Incluso Gabriel Boric, en Chile, también exhibe facilidad para llegar con su mensaje directamente a las audiencias que le interesan.

En contraste, Daniel Noboa como presidente electo ha mostrado una discreción tan exagerada que ya raya en un hermetismo impropio de una democracia moderna. En sus escasas apariciones se ha mostrado con escasa facilidad de palabra, expresiones faciales mal sintonizadas y una tendencia a la lentitud; diametralmente opuesto al estilo de político viral de la actualidad. 

Puede objetarse que en un gobierno en el que las obras hablan por sí solas no es necesario que el gobernante hable. De ser así, Noboa deberá llevar a cabo una gestión verdaderamente exitosa, lo suficiente al menos como para compensar su ausencia de la palestra. A la larga, como se repetía hasta la saciedad durante el gobierno de Guillermo Lasso, una cosa es un gobierno con una mala política de comunicación y otra muy diferente un gobierno que no tiene nada que comunicar. 

¿Quién hablará? 

Otra alternativa es aspirar a que un portavoz o una política adecuada de comunicación compense la ausencia del presidente. Todo es posible, pero debe recordarse que Ecuador carece aún de una tradición institucional que permita que una política exitosa se conduzca independientemente de la figura del gobernante.

Gran parte del fracaso del régimen de Lucio Gutiérrez, por ejemplo, suele explicarse por la debilidad del presidente al momento de comunicar; o el estrepitoso fracaso de Mauricio Macri, en Argentina, o de Dilma Roussef, en Brasil, suele achacársele a su ausencia de carisma, algo que en la tradición latinoamericana suele ser muy importante. 

Ante todo, desde ya resulta ingenuo creer que Daniel Noboa vaya a cambiar elementos tan pronunciados de su personalidad. La pregunta es si el país sabrá, en el escenario de una buena gestión, ser capaz de seguir a instituciones en lugar de a figuras. Porque en el caso de una mala gestión, entonces sí, con ese tipo de liderazgo, el desplome será vertiginoso.

Fuente: La Hora

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