Nadie puede negar que el fútbol se haya convertido, como se dice, en una pasión de multitudes.  Su afición  se ha extendido  a nivel planetario, debiendo existir muy pocos lugares en los que no se le conozca o practique. Va más allá de lo deportivo, se ha vuelto un fenómeno sociológico, económico, político, cultural, que desborda el hecho de que en una cancha se muevan, con habilidad y técnica, 22 jugadores detrás de un balón. El campeonato mundial que se realiza cada cuatro años, es  el espectáculo más atractivo y masivo que hoy se pone en escena, tanto más que por vía satélite llega a millones y millones de televidentes.  Con frecuencia paraliza, durante 90 minutos, a países y continentes, desatando euforia desbordante en los ganadores y despecho infinito en los perdedores.
Justamente este fútbol, esta pasión de multitudes, hoy se encuentra en una crisis de increíbles  proporciones, que le mantiene al borde del colapso total.  No por los equipos ni por los jugadores. No por la afición ni por los árbitros, sino por una poderosa mafia que  ha manipulado y manejado este deporte,  a nivel mundial por medio de la FIFA, extendiendo sus tentáculos a nivel continental, y hacia muchos, muchos países. Un secreto a voces del cual se hablaba siempre -y siempre se callaba-, estalló de manera inusitada, sin vuelva luego, como si se hubiera encendido un barril de pólvora.  Y estalló, claro, en la cúpula porque allí estaba concentrado todo el poder de la corrupción.  De nada sirvió que, haciendo gala de una última y desesperada mañosería, el señor Joseph Blatter haya sido reelegido para continuar manejando el imperio. Bajo el peso de las evidencias de una corrupción inconmensurable, tuvo que renunciar a los dos días, arrastrando detrás de sí a todos los secuaces.  Todos ellos elegidos, reelegidos y vueltos a reelegir por décadas y décadas para ejercer un poder total, ganando sueldos de dos millones de dólares mensuales, viajando en aviones privados, derrochando en hoteles de seis estrellas,  festinando  miles de millones en sobornar, en comprar votos, en vender sedes, en pagar favores, en guardar secretos.
Lo que se sigue descubriendo día a día  en torno a  esta globalización de la corrupción, debe llevarnos a pensar en por lo menos dos cosas.  La primera, que el poder corrompe cuando se lo ejerce mal; y que cuando es un poder absoluto, corrompe absolutamente. La segunda, que el poder mal ejercido tiende a perpetuarse; y que mientras más se perpetúe por medio de elecciones y reelecciones, o cualquier otro medio, siempre estará cavando su propia tumba.  Porque como dice el refrán: “no hay mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista!!!” (O)

Fuente: El Tiempo

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