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Luego de un viaje por Europa, de regreso al país, salimos desde la capital de Holanda, Ámsterdam, el 21 de mayo en la compañía KLM, vuelo 751, con escala en Quito y destino final Guayaquil.

La escala técnica en nuestra capital tomó alrededor de 90 minutos. Mientras esperábamos para trasladarnos al puerto, y luego de un largo viaje tomar un transporte terrestre a Cuenca, nuestro destino final, por extraña coincidencia nos percatamos que dentro del avión se encontraban dos ciudadanos ecuatorianos, oriundos de Manabí, que venían desde China.

Ellos salieron a una faena de pesca el día miércoles 2 de marzo del año en curso.

El 2 de marzo de 2016, temprano en la mañana tres jóvenes pescadores: Luis Mero, Carlos Benítez, ecuatorianos, el primero soltero, nativo de Jaramijó; el segundo de Pedernales, casado y con dos hijas de 8 y 4 años; y el tercero, José Preciado, un amigo colombiano de la región de Tumaco, todos jóvenes entre 25 a 28 años de edad, con poca experiencia en la pesca artesanal, zarparon aquel día desde Jaramijó a una ordinaria faena marina, con la esperanza de lograr algunos peces, “los dorados”, apreciados en la culinaria y fáciles de comerciar.

En sus hogares dejaron el recado de que retornarán el 4 de marzo.

Asalto y a la deriva

Alrededor de las 11 de la noche de aquel mismo día fueron asaltados por piratas marinos. Luego de intimidarlos a mano armada y golpearlos, les robaron el motor fuera de bordo, un Yamaha 70 HP y el combustible. Quedaron la deriva.

Les dejaron el agua, alimentos, el remo, algunos recipientes, y una pequeña red que estaba disimulada debajo del asiento de madera del bote, una elemental embarcación de fibra, de alrededor de 4 metros de longitud, muy común entre los pescadores artesanales del litoral.

Los guardacostas ecuatorianos, seguramente no se enteraron de los tres pescadores sino días después de ser alertados por el padre de Carlos Benítez.

Como ha sucedido anteriormente, se los declaró extraviados y, por añadidura, con la posibilidad de que murieron, o fueron asesinados por los piratas.

Con el pasar de los días, únicamente los familiares íntimos fueron los que se preocuparon por su ausencia.

El testimonio

Luis y Carlos me cuentan que el agua potable les alcanzó una semana, al igual que los alimentos; pues, pese a que llevaron para tres días de faena los hicieron durar una semana.

Pasó la semana y se agotó agua y comida. La necesidad era apremiante, los días de sol ardiente hicieron mella en sus cuerpos, deshidratándoles y quemándoles la piel. En las noches, aunque eran un alivio, había oscuridad absoluta.

Según narraron, vieron una embarcación a lo lejos. Gritaron, hicieron señales de luz con una pequeña linterna, sin obtener respuesta. En sus divagaciones se decían que a ellos les tomaban por piratas.

Por fortuna, en la siguiente semana se presentó una temporada lluviosa. Llovía todas las noches, a veces en demasía y debían “achicar” el bote. En unos pocos recipientes recolectaban el agua lluvia, que, como refieren, sabía a “agua bendita”. La red, los asaltantes no se llevaron, les sirvió para intentar pescar. La primera presa fue una pequeña tortuga. La comieron cruda. Guardaban el sobrante y la secaban al sol, debiendo comer inclusive en estado de putrefacción.

La interminable sobrevivencia

Los monótonos e interminables días a la deriva, los vivieron en soledad absoluta, dialogando acerca de sus seres queridos, del fútbol, de sus planes futuros, pero enfrentando quizá la posibilidad de que nunca fueran rescatados, con la ligera esperanza de que la mañana siguiente sería la “bendecida”.

En una de aquellas tardes, un tiburón se acercó al bote y con cierta pericia lograron capturarlo. Pedazos del animal los conservaban parar mitigar el hambre. Una mañana lograron capturar un ave con el extremo del remo. La variación del alimento les significó un alivio.

Cuentan que en una noche de luna vieron que flotaban unos recipientes pequeños. Eran de gaseosas a medio tomar. Fue una especie de gloria, pues no importaba siquiera la fecha de caducidad, peor de que eran sobras.

Los cuerpos de los pescadores, según sis testimonios, se iban aniquilando, aunque la esperanza no moría. Guardaron cordura, solidaridad y, pese a todos los avatares, nunca entraron en desesperación.

Soportaron inclusive dos tormentas marinas con un poco de suerte porque la embarcación no se viró.

Pasaban los días. Hacen cuenta de que están alrededor de un mes a la deriva, empujados solamente por el viento y la corriente marina, que que cada vez los alejaban más de la costas ecuatorianas.

No sabían absolutamente nada sobre su posición; las piel se les quemaba, dado que parte de sus vestimentas las usaron para construir una vela elemental, que les sirvió muy poco.

Además se ingeniaron para construir una pequeña balsa, que tampoco les sirvió mayormente, sino para tomar un refrescante baño.

La esperanza de ser encontrados se les desvanecía, mucho más cuando una segunda embarcación pasó cerca, pero sus llamados no tuvieron respuesta.

En una noche, Carlos logró divisar cerca del bote un extraño objeto fosforescente sobre las olas; se acerca, y para gran sorpresa de los tres náufragos, observan que se trataba de una imagen religiosa: un pequeño crucifijo al que inmediatamente lo relacionan con su probable “milagrosa” salvación.

Siete días después de ese hecho, y cuando ya sumaban 51 los días de estar a la deriva un barco petrolero con bandera neozelandesa, de nombre “Giant Caseway”, de cuyo nombre se enteraron después, los rescata estando enfrente de las costas de Centroamérica a muchas millas del litoral ecuatoriano. Hubo, según lo recuerdan, serias dificultades para el rescate por lo grande del barco, debiendo abandonar para siempre su bote.

Once días más en el océano.

Colmados de felicidad por haber sido rescatados vivos, aún sin comunicación con sus seres queridos, debieron pasar once días más navegando hasta llegar a puerto, y, con la sorpresa de haber llegado al otro extremo del mundo: nada menos que a China.

Relataron que el trato en el barco petrolero no pudo ser mejor: fuero colmados con las mejores atenciones, pese a que ninguno de los tripulantes hablaba español, peor ellos el inglés. Solamennte aprendieron a decir “tankyu”.

Arribaron a una ciudad china, cuyo nombre desconocen, donde el barco debía cumplir una faena rutinaria de cabotaje, recarga de combustible y alimentos. De allí fueron a parar en la capital de China, Beijín, para ponerlos en contacto con la Embajada Ecuatoriana.

El terremoto

Una vez en la embajada, los tres náufragos sobrevivientes se enteraron del terremoto que azotó a Manabí y parte de Esmeraldas el 16 de abril, cuyo epicentro, según les contaron, tuvo lugar justo en el lugar donde vivían y zarparon.

Les ayudaron a contactarse telefónicamente con sus familiares en Ecuador. Esto, cuentan ahora, fue indescriptible alegría de parte y parte: ellos fueron rescatados vivos tras estar más de dos meses a la deriva en alta mar; los suyos, acá en Ecuador, también vivos, pese a la fiereza del terremoto.

En ese instante inolvidable no importaba saber que sus humildes casas fueron destruidas por el terremoto. Solo faltaba el reencuentro físico.

El gobierno de China ayudó a los náufragos, facilitándoles vituallas, maletas, hospedaje y hasta un recorrido por la Gran Muralla, por la Ciudad Prohibida, entre otros lugares turísticos que, de otra manera, jamás hubieran conocido La embajada ecuatoriana en China les facilitó un salvoconducto y el pasaje para retornar a Ecuador por Europa, vía Ámsterdam, en la compañía KLM.

El añorado viaje de retorno y los trámites burocráticos

Cuando me hago amigo de Jorge y de Carlos (José, el colombiano fue directamente a su tierra natal), noté que estaban expectantes, cansados, con ansias de llegar a su casa, estar con sus familias. Hablar con ellos no fue fácil, sobre todo con Carlos, porque se la notaba que estaba cansado y en mutismo.

La odisea de estos náufragos ecuatorianos tuvo su corolario en el aeropuerto de Guayaquil. Portando sus pequeñas maletas, procedieron al chequeo de rigor. De pronto, les dicen que como no portaban el permiso de salida del Ecuador estaban en “situación irregular”. Una de las empleadas acude donde el jefe de sección, que ante la situación resuelve hacer una junta para decidir sobre la suerte de los dos ciudadanos.

El epílogo

Me tocó intervenir y decirles a la Policía de Migración que se trataba de un caso excepcional de los náufragos, y que lo que más querían ellos era llegar a sus hogares. Con bastante reticencia respondieron que no estaban haciendo problema y que tratan de solucionar de la mejor manera, pero rigiéndose a los reglamentos. Cuando recogíamos las maletas, ellos dejaban la oficina de Migración, comentándonos de que “les habían pedido la orientación GPS del sitio en el que se perdieron”.

El recibimiento no pudo ser menor. Fuera del aeropuerto estaban los familiares y amigos de estos dos heroicos hombres, esperándolos con ansias.

Ellos deberían ser reconocidos por el país como verdaderos héroes, servir de ejemplo de lo que realmente puede una persona hacer cuando no pierde la esperanza y la cordura, en tanto las autoridades empeñarse por poner a buen recaudo a los piratas del mar, cuyas actividades ilícitas ponen en peligro las vidas de humildes pescadores, como las de Luis Mero y Carlos Benítez.(I).

Por Jacinto Landívar Heredia, médico. Especial para El Mercurio.

Fuente: El Mercurio

náufragos
El autor con Luis Mero y Carlos Benítez en la cabina del avión de KLM retornando al Ecuador.
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