En Canoa duermen con miedo a la ola
“Hola compañeros y compañeras, soy la ministra Paola Pabón. Para los que no me conocen, soy la delegada del señor Presidente.Llevo ocho días en la zona”. Con esas palabras la secretaria de la Política inicia el Comité de Operaciones de Emergencia (COE) en Canoa, cerca de las 20:00, a exactamente una semana del terremoto. “Llevo ocho días en la zona”, asegura a todos y lo recalca a algunos. Sin embargo, hace ocho días la tierra recién temblaba. Pocos minutos antes de que anocheciera, el anterior sábado (23 de abril de 2016), Freddy García, dueño del hotel Camaleón, en el centro de Canoa, salvaba lo que podía del interior de su devastado edificio. “Aquí no llegó ninguna autoridad hasta el lunes al mediodía”, cuenta el empresario quiteño, mientras se seca el sudor luego de sacar lo que quedó de una cama en el segundo piso. Pabón insiste a varios de los asistentes que lleva ahí una semana. Luego hace una precisión: “a veces aquí, a veces en Jama”. La funcionaria pide que la conecten conEsteban Albornoz, su colega encargado de la electricidad. “Con la novedad de que la CNEL no ha trabajado todo el día aquí, estamos sin luz en mucho sitios”, le dice casi en tono de reclamo. Pocos minutos antes, obreros de la Empresa Eléctrica de Guayaquil trataban de conectar cables en los postes del desolado balneario, destrozado por el terremoto. La siguiente llamada es para el ministro Augusto Espín, de Telecomunicaciones. “Mi vida, sigo sin teléfono en Canoa”, le informa. Y es verdad, la señal de algunas operadoras es nula y la telefonía fija es una quimera. La gente del COE utiliza un teléfono satelital. |
La luz de la carpa donde se reúnen los funcionarios proviene de un pequeño generador.Alrededor de una mesa de madera se sientan representantes de Fuerzas Armadas, Policía, Fiscalía, Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y del Municipio de San Vicente, al que pertenece Canoa. La alcaldesa Rossana Cevallos participa poco, casi nada. Revisa su teléfono, habla por él. Pabón dice, mientras todos se secan el sudor y muestran caras de cansancio, que están empalmando los equipos, que celebra que los militares hayan tomado el control del centro de acopio ese mismo día, que ya han llegado carpas para albergues y que el Presidente tiene tres preocupaciones: que se determinen zonificaciones, que se trabaje en el saneamiento y que se monte el albergue definitivo.
¿Albergue de quién? El albergue al que Pabón quiere volver oficial está en realidad a cargo de Comparte Ecuador, un grupo de voluntarios venidos en su mayoría de la capital. Mientras Pabón habla en el COE, los chicos montan carpas gestionadas por su propio esfuerzo con Acnur (ONU), preparan la cocina, cercan la zona, instalan una zona médica y otra veterinaria. “De la adecuación está a cargo la organización Un techo para mi país (realmente se llama Techo), pero nosotros somos el Estado compañeros. Aprovechen la experiencia de ellos, pero ustedes orienten”. La mañana siguiente, en el campamento se ‘desayunan’ la noticia de que su esfuerzo pasaría a manos del Estado. “La Ministra solo ha venido a tomarse la foto”, dice el periodista argentino Rodolfo Asar, quien cubre las acciones de los voluntarios, mientras come un plato preparado por los chicos, de lo que algunos soldados también ‘echan diente’.
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El debate de los kits
La noche anterior, en el COE se sirvió sopa caliente. El ‘break’ para comer se dio después de una hora y media de debatir, básicamente, si hacen kits de comida para 3 o 6 días. “¿Hay cómo hacer esto?”, pregunta la delegada de Pabón, recién llegada a la zona y a quien la Secretaria dejó ungida de su máxima representación y por ende del Presidente. “Yo ya hice 200 kits como para cuatro días, pero los hice a mi criterio, porque no nos han dado una guía”, interviene el mayor del Ejército que participa en la mesa. El uniformado también les dice que la gente ha recibido por distintas vías la ayuda, que están abastecidos, que en vez de volver a entregar, primero, pide de favor, hagan una zonificación para trabajar planificadamente. Le responden que sí, le preguntan al delegado del MIES si tienen eso. El joven hace esfuerzos por responder afirmativamente. “¿Lo has hecho en GPS?”, le preguntan. El funcionario se seca el sudor, guarda silencio por segundos y responde que no tienen los aparatos. Piden que se haga un censo, dicen que eso toma días, prometen hacerlo, no dicen cuándo. Una hora y media y hay humo blanco: deciden entregar kits para seis días en la zonas alejadas. ¿Dónde están esas zonas y cuántas personas hay? Aún no está claro, habrá que esperar el censo.Perfecto, hora de la sopa. El delegado de la Secretaría de Riesgos dice que lo están haciendo muy bien, que incluso un alcalde de EE.UU. estuvo en la carpa y “quedó sorprendido”.
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En la loma
En las paredes de la sede del COE están anotados en pliegos de papel los grupos de bomberos que ayudaron y varias cifras, entre ellas la de 610 familias refugiadas. Una de esas familias es la de Nieves Mantuano, de 54 años, que lleva una semana en una carpa improvisada arriba en la loma. A ella le sorprendió el terremoto mientras le daba de merendar a su padre. “Primero se apagó la luz, vimos una luces en el cielo y ‘pag, pag, pag’. Corrimos, todo se caía”, cuenta en la oscuridad de la noche, junto a sus hijas, sus sobrinas, amigos de las chicas y su perro Marlin. Junto a su carpa hay otra decena. Son las 22:30 y el resto de la gente ya duerme. En el COE confían en que dejen esas tiendas de campaña y bajen al albergue que quieren que sea el oficial, con la garantía de tener tres comidas y servicios. “Lo que pasa es que ellos están como en un hueco, si viene la ola nos tapa a todos ahí. Aquí cocinamos y estamos seguros”, justifica. Darío Manzaba es uno de los amigos que acompaña a la familia de Nieves esa noche. También es damnificado y dice que “mientras no se unan las placas tectónicas esto va a seguir moviéndose”. Las placas no se unen, pero es lo que ellos creen. Dice que su padre vio las luces en el cielo, se comenta de alguna explicación aparecida en Facebook. |
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Ya no le temen tanto al temblor, dicen que su principal amenaza es el tsunami. Que se haya descartado hace días no les da tranquilidad. Pero en la loma se sienten a salvo. “Aquí no nos falta nada todavía, ha llegado mucha ayuda, de todas partes del país”, dice Luis Lucas, el otro muchacho que acompaña a Nieves. La olla de la carpa está llena, esa noche comieron aguado de gallina. Tienen cocina y tanque de gas.
Recuerdan que el terremoto fue espeluznante. Todo se empezó a derrumbar y la gente gritó “tsunami”. La desesperación hizo que los sobrevivientes corrieran hacia la parte alta. “Venían tantas personas que se levantaba la polvareda y por el ruido de la huida creíamos que era la ola”, relata Manzaba. Ese sábado no bajaron al pueblo, ahí solo se quedaron los saqueadores. “Ellos eran los que gritaban tsunami”, denuncia el joven. Desde las alturas veían fuego, una cuadra se prendió en llamas. El tanque de gas del restaurante Saboréame había explotado. El domingo bajaron pero ante la primera sensación de réplica, de vuelta a la loma. Del hotel Camaleón, de Freddy García, también salieron corriendo. En los pisos superiores solo había una pareja, pero en la parte baja había otras 45 personas. Nadie murió. “Se fue la luz y empezó a reventar el hotel. Yo estaba en la oficina. Acosté a mi mujer y a mi cuñada en el portal de la puerta y me puse encima”, cuenta mientras muestra las heridas en su mano. “Parecía un bombardeo. Salimos y subimos a la parte del río Canoa, ahí pasamos la noche. Al día siguiente bajamos y ya nos habían robado. Durante todo el domingo solo llegó un grupo de bomberos de Cuenca. Yo ayudé a sacar dos cadáveres del edificio de mi vecino. Una señora abrazada de su niña, una escena terrible”, recuerda. |
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Pueblo fantasma
En la cuadra en la que queda Camaleón, no hay casi nada en pie y así sucede en casi todo Canoa. Recorrer las calles durante la noche es una experiencia de terror. Muy pocos puntos tienen algo de luz, las casas destrozadas están congeladas en el tiempo. “Yo amo a Canoa”, se lee en el letrero de un destruido local, ‘se vende hielo’, ‘speaking english hotel’, en otros. Huele a descomposición, un oficial dice que no hay cadáveres, que se debe a los productos que se pudren en los refrigeradores. En la playa quedan los vestigios de dos fiestas interrumpidas. Fogatas apagadas y botellas alrededor. Los bares de la playa son de las pocas cosas que quedaron en pie. El Barquito, donde vendían el famosísimo trago ‘La uña de la gran bestia’, parece que solo está cerrado, ni su pizarrón con la lista de cocteles y platos se ha caído. Frente a él, del otro lado del malecón, todo está en ruinas. En la oscuridad se escuchan ruidos de entre los escombros, con la luz de la linterna resaltan los ojos de los gatos, hoy casi dueños de Canoa. Un par de policías caminan patrullando las calles. Buenas noches, buenas noches. Empieza a llover y no para hasta que sale el sol. Canoa amanece hecho un lodazal, en el nuevo hogar de los damnificados secan lo que la lluvia empapó. En la carpa del COE a las siete de la mañana se vuelve a encender el generador de luz y de una pequeña hostería que aguantó en algo el terremoto, salen los funcionarios a trabajar un día más. El miedo a la ola no se ha ido. Fuente: La Hora |