Cuando nuestros próceres plantearon la República y arriesgaron su vida por esa ilusión no imaginaron que, al cabo de los dos siglos que desde entonces han pasado, se torcería la idea de un Estado libre y digno. No intuyeron que se pervertirían las instituciones, se camuflaría la separación de poderes, y se negarían, con insólita insistencia, los derechos de la gente a un porvenir razonable. ¿Se imaginarían aquellos hombres que esos dos siglos culminarían con episodios despojados de la grandeza que impone la responsabilidad ante los ciudadanos que, pese a todo, cultivan aún sus esperanzas?

No imaginaron quienes pusieron la vida y la fortuna de por medio, que su sueño se convertiría en pesadilla, que sus propuestas y arengas se transformarían en literatura de folletín, para uso y alimento de pobrísimos de discursos; que la representación política, que fue el corazón de aquella república ideal, se transformaría en herramienta para construir “mayorías” al servicio de grupos comprometidos por acuerdos que ni se exponen ni se votan.

La república torcida viene dando tumbos y alimentando la decepción de quienes aún no han perdido el compromiso de ser, de verdad, ciudadanos. República torcida en que prevalecen los acuerdos para captar el poder por los atajos, en que prospera la baratija electoral, la democracia tumultuaria, el escándalo y el lucimiento en el escenario del interminable show en que se ha convertido la democracia.

Mientras la asamblea de la república torcida elabora argumentos para escalar al poder y hace discursos de pésima factura, el miedo crece en los barrios, la angustia reemplaza a la confianza, los negocios legítimos quiebran, los migrantes apuestan al riesgo de irse a pie y cruzar la selva, buscando un porvenir que acá se les niega, porque no hay leyes razonables, porque la inversión es la mala de la película y la honradez, una especie cada vez más rara. Se cae el país mientras atruenan los discursos y arrecian los gritos. Se cae el país entre la indolencia de la clase política y la profunda decepción de los demás.

Estamos embelesados en el penoso espectáculo de la república torcida, mirando las apuestas de mayorías que se creen propietarias del destino del país, mientras en el mundo de verdad, en el de cada día, crecen el desempleo y la violencia, el miedo y el desengaño.

Entonces, algunos nos preguntamos, ¿para qué sirve el Estado, para qué aquello que pomposamente llaman instituciones? ¿El poder hace posible el progreso? O es que, quizá, la consigna es que la gente no progrese y, al contrario, la idea es que se estanque, que se perpetúe la pobreza, que se apueste al resentimiento y al odio, para así asegurar la dependencia de partidos, la servidumbre de caudillos y de redentores de todos los pelajes. Porque sin pobres no hay discursos. Con instituciones de verdad, con leyes que se cumplan, con jueces que sepan decirle NO al poder, no habrá asambleas que nada representan, ni tambores de circo que anuncian salvaciones que solo existen en el imaginario de los que engañan. (O)

Por: Fabián Corral

Vía: El Universo

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