Wilson Aurelio Hernandez
Wilson Aurelio Hernandez

La grandeza de un gran país como los Estados Unidos no puede empequeñecerse por la misantropía de uno sólo de sus ciudadanos, pero se ve amenazada cuando  un ciudadano, con un discurso de odio  y torpeza empieza a generar una onda expansiva de intolerancia y misantropía. Y eso es lo que por estos días estamos viviendo con la presencia en el escenario político del precandidato republicano, el señor Donald Trump. A un misántropo no hay que temerle, pero a un misántropo, convertido en líder y empujado por una masa irreflexiva y rabiosa, sí hay que temerle.

Donald Trump, con su grotesca escenificación de sus conceptos sociopolíticos, está vertiendo en el ambiente electoral lo que en estado larvario ha tenido empozado en sus entrañas desde siempre: la misantropía. Con su fascista complejo de superioridad y la teatralización, a veces bufonesca, a veces desquiciada y a muchas veces salvaje de sus propuestas políticas para el futuro de los Estados Unidos, deja pocas dudas de que se trata de un ser humano sideralmente distante del líder unificador, magnánimo e íntegro que, por distintas vías, se busca para que gobierne a la mayor potencia económica, militar y política del orbe.

Si la civilidad es necesaria en un ciudadano común, ésta se vuelve indispensable en un ciudadano que pretende gobernar un país, y máxime si ese país tiene el poder que tiene los Estados Unidos de América. Y civilidad es lo menos que se aprecia en el señor Trump; pues su desprecio a quienes a él, por las razones que fueren, no le agradan, denuncia el peligro que su hipotético triunfo electoral representa para la coexistencia pacífica del multiétnico y multicultural pueblo estadounidense. La diversidad no parece ser tolerable para el señor Trump. Con él la paz interna y la paz externa están amenazadas.

Tan seria parece la amenaza que Trump representa, que hasta quienes cohabitan ideológicamente con él, pero que mantienen un razonable anclaje en la convicción de los preclaros fundadores de esta nación, de que todos los seres humanos somos creados iguales, y que los derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad son derechos que nadie nos puede negar, hacen sus mejores intentos para persuadir a quienes día a día se entusiasman con la retórica de odio y primitivismo del pre-candidato republicano, de que este hombre no debe ser elegido presidente de los Estados Unidos. La razón es obvia: Un odiador no puede gobernar esta nación.

La grotesca incivilidad y el mensaje de odio del señor Trump rememoran la pesadilla que vivió la humanidad entre 1919 y 1945, con el fascismo hitleriano. Para hacerse del poder, Hitler señaló culpables de los males reales e imaginarios que enfrentaba Alemania, y luego, cuando las masas irreflexivas y rabiosas le encumbraron al poder, empezó el exterminio de aquellos a quienes había señalado como culpables de los problemas que enfrentaba Alemania. ¿Acaso lo que está hacienda Donald Trump no se parece a lo que por allá por 1919 hizo Hitler? ¿Cometerá el pueblo estadounidense el desquicio de convertir en presidente a un ciudadano que muestra evidentes rasgos de fascista?

El panorama es preocupante, sin ninguna duda. Sin embargo, la sindéresis del pueblo estadounidense brillará una vez más y la historia dirá que la nación que más hizo para derrotar al monstruo alemán, entendió a tiempo que nadie que se parezca a Hitler puede gobernar a esta gran nación. El Señor Trump ha cruzado ya muchos límites que no serán ignorados. Tengamos fe: La grandeza de los Estados Unidos no se opacará por la misantropía de un sembrador de odio.

Por: Wilson Aurelio Hernandez

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